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Pink Ferret

La aventura de Dorian

Dorian es un hurón que nació en una jaula, creció en una jaula, y cuando alguien por fin lo compró y lo llevó a casa, lo pusieron en una jaula. Siempre estuvo encerrado, las paredes lo mantenían aislado del mundo, veía a los gatos y los perros cuando sus nuevos dueños los llevaban en brazos. A sus hermanos se los llevaban en cajas de cartón, nunca en los brazos. Dorian veía a los niños recargando sus caras contra el vidrio, pidiendo a sus padres que les compraran uno.

 

Cuando Ryan lo llevó a casa, lo pusieron en una caja de cartón, era sofocante. El carro olía a papas fritas y todos hablaban demasiado fuerte, la caja solo tenía unos hoyos pequeños y Dorian no podía ver nada, nada de nada. El enjaulamiento era normal, después de todo los hurones usualmente no son animales domésticos, pero a Dorian le molestaba. De vidrio, de cartón, de metal, había estado en todo tipo de jaulas, arañaba y arañaba pero no podía romperlas.

 

A Ryan, un niño de seis años, le encantaba un libro titulado “Los misterios ocultos tras las escamas”, lo leía de día y de noche, a la hora de dormir prendía una lámpara y leía hasta desmayarse de sueño, cuando el libro acababa, lo empezaba de nuevo. Tras las rejas, Dorian veía el libro, escuchaba a su dueño susurrar las frases que leía. La palabra que escuchaba más seguido, esa que Dorian conocía de memoria, esa que hacía sonreír a su dueño, era “dragón”. Dorian sabía todo sobre ellos, todos los mitos, todas las versiones, todo. Eran su inspiración, su felicidad y eran lo que lo mantenía cuerdo cuando la jaula se volvía demasiado sofocante, su lugar feliz era entre los dragones.

 

Los dragones no vivían en jaulas, si trataban de meterlos en una, la quemaban sin dudar. Si Dorian fuera un dragón, no tendría que ver otra caja nunca más, no más platos de metal, no más agua que sabía a sarro, no más bolitas secas de “comida”. El pequeño hurón veía a los dragones en sueños, con sus alas y sus garras, llamas saliendo de su boca, eran majestuosos. Podían comer cuando quisieran, nadie les decía que hacer, nadie los domesticaba, nadie los privaba de libertad. Eso era lo que Dorian más quería, libertad.

 

Ryan lo sacaba de la jaula una vez a la semana, durante este tiempo, el pequeño hurón corría sin control, sentía el suelo de madera bajo sus patitas, la suavidad de las almohadas, el olor de todos los cuartos, pero eso no duraba mucho. El niño humano lo perseguía y lo agarraba, Dorian quería morderlo pero sabía que si lo hacía, no lo volverían a sacar jamás. Como aquella vez que tiró una botella de vino muy cara. El padre de Ryan había enfurecido y lo había devuelto a su jaula. El contenido de la botella se había derramado sobre su pelaje, tiñéndolo de un rojo fuerte, el color fue desapareciendo con el tiempo pero nunca volvió por completo a la normalidad, las partes blancas de su pecho, cabeza y patas, eran ahora rosa claro.

La vida de Dorian siguió, su dueño cumplió 7 y muchos niños vinieron a verlo en su jaula, decían que era tierno. “¿Tierno? A un dragón nunca lo llamarían tierno, feroz sí, pero tierno ¡jamás! No es posible”, pensó Dorian. “¡Ya estoy harto, harto! Me voy de aquí, aunque me tome mil años, me iré”. Mientras todos estaban distraídos con el pastel, Dorian mordió y arañó la jaula, una de sus uñas se rompió y su patita comenzó a sangrar ligeramente. Dorian sacudió la jaula como loco hasta que por fin la puerta de plástico cedió. El hurón corrió dejando huellas de sangre por donde pasaba, salió por la puerta cuando alguien la abrió, el concreto caliente le quemaba las patas, pero al fin era libre, al fin pudo dejar las jaulas.

 

Las patas de Dorian dolían de tanto correr sobre la calle calentada por el sol, sus uñas estaban rotas, estaba cansado, el corazón le latía en la garganta. Dorian siguió corriendo y corriendo, hasta que se dio cuenta de que ya no corría, ahora volaba. Unas hermosas alas peludas habían salido de su espalda, la cual estaba cubierta por escamas rosas tornasol, el animalito miró hacia abajo, sus patas, antes hinchadas y enrojecidas, ahora eran garras enormes. Con asombro, Dorian descubrió que se había vuelto un dragón rosado, con bigotes blancos y escamas resistentes. Lanzó una ardiente llamarada al aire y comenzó a subir, subir y subir.

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